Permanecer en la cueva tenía varias desventajas, entre ellas la de dificultar nuestra obtención de comida, sin embargo, eran muchos más los beneficios, o más bien dicho eran más relevantes, como el de salvar la vida, desde este punto éramos unos olvidados del ejército sublevado, más no de los nazis, para cuyos aviones bombarderos no había escondite posible, no obstante que estar en la circunferencia de la ciudad aumentaba nuestra probabilidad de no ser objeto de los brutales ataques aéreos. Otrora vivíamos en Madrid, éramos huérfanos o semi huérfanos, y ese otrora era a penas hace dos meses, pero nuestra pequeña pandilla se había formado desde hacía un año, desde el momento en que nos vimos en el viejo barrio de Vallecas. A Pablo yo mismo le observé llegar, venía en brazos de su madre pese a tener cuatro años, quizá por el cansancio del viaje, la señora Teresa entró por el portal de nuestra posada, nosotros, mis amigos y yo jugábamos al escondite, pero en el acto nos detuvimos y quedamos petrificados. La señora Teresa muy rígida subió por la escalera y en la segunda planta se introdujo de inmediato en la tercera puerta, en el departamento de la señora Alba, en el número 7. La señora Alba y Teresa se conocían, de La Hiruela, ese pueblo pequeño y rústico cercano a Madrid entre montañas, del que a últimas fechas he escuchado mucho hablar por boca de Pablo:
"En las colinas rebozan los árboles. De copa mediana y el tronco grueso. Y las vacas deambulando entre ellos, ¡Y el verdín de los pastos en los días lluviosos!. Se vivía ahí mejor que aquí aún antes de la Guerra. Las aves cantaban libres, el aire puro insuflaba el alma. La cabeza no me daba vueltas como ahora, se podía andar de aquí a allá, entre las calles empedradas y hasta el punto central que es la iglesia, muy bonita, más que bonita, de cúpula serena y límpida, perfecta y testigo de todos y de todo. La gente se conoce y se saluda hasta cuando esta enfadada, las sonrisas son perpetuas, no existen los malos modos, la gente es franca y no anda cabizbaja. Las casas todas perennes, uniformes, inmodificables, seguras, de piedra, de ventanas amplias, para ver al transeúnte y bendecirle. Y mi abuela, tan adusta, aún me parecía bella, ahí como fondo de ese escenario cerril".
Solo alguien que ama demasiado un lugar puede describirle de tal forma, pese a que la imaginería no me da para tanto, el sentido común me rebosa, por lo que juro que menor y más ordinario a de ser su aspecto.
"En las colinas rebozan los árboles. De copa mediana y el tronco grueso. Y las vacas deambulando entre ellos, ¡Y el verdín de los pastos en los días lluviosos!. Se vivía ahí mejor que aquí aún antes de la Guerra. Las aves cantaban libres, el aire puro insuflaba el alma. La cabeza no me daba vueltas como ahora, se podía andar de aquí a allá, entre las calles empedradas y hasta el punto central que es la iglesia, muy bonita, más que bonita, de cúpula serena y límpida, perfecta y testigo de todos y de todo. La gente se conoce y se saluda hasta cuando esta enfadada, las sonrisas son perpetuas, no existen los malos modos, la gente es franca y no anda cabizbaja. Las casas todas perennes, uniformes, inmodificables, seguras, de piedra, de ventanas amplias, para ver al transeúnte y bendecirle. Y mi abuela, tan adusta, aún me parecía bella, ahí como fondo de ese escenario cerril".
Solo alguien que ama demasiado un lugar puede describirle de tal forma, pese a que la imaginería no me da para tanto, el sentido común me rebosa, por lo que juro que menor y más ordinario a de ser su aspecto.
—Tengo hambre —dijo Pablo. Seguido Fernando mencionó lo mismo y con algo de vergüenza Julián pronunció "Yo también". Solo Javier y yo no podíamos, debíamos, pronunciar tan proverbial frase. Era ya de mañana, harían las ocho o las nueve, y a esta hora comenzaba a diario la proeza; una rutina que tenía más de ingenio que de mecanicismo. Para hoy hemos logrado traer a la cueva dos pequeños gorriones y un mirlo, y esto exacto hasta el cénit. Los niños solían almorzar a mediodía y no por gusto, el tirachinas era nuestra arma mortal que hacía posible alimentarnos al menos dos veces al día. También comíamos bayas silvestres y con esfuerzo endrinas. Nuestras conversaciones eran siempre en voz baja, principalmente en el exterior, incluso dentro de la cueva no nos sentíamos del todo seguros por lo que nuestro tono subía a penas unos cuantos decibeles, pero era verdaderamente una fortuna que los niños más pequeños fuesen bastante sigilosos, su parsimonia era de agradecer, y fue por ello, por ser niños excepcionales, que les permitimos venir con nosotros. Javier y yo planeamos desde diciembre del año pasado dejar Madrid, cierto que la ciudad entera no se encontraba cercada, especialmente vulnerables y abiertas eran las zonas norte y oeste por Sierra Pobre, sin embargo, esto era bastante mal visto, huir en plena capital republicana, nosotros que éramos ya hombrecitos, además de que los ataques a civiles estaban a la orden del día, escapar de la ciudad era de suma peligroso; las comarcas más cercanas se encontraban a varios kilómetros a pie, pero no eran estos lugares verdaderos sitios de refugio, por el contrario, eran los principales puntos de ataque y blancos perfectos para las hordas falangistas por tierra y los bombarderos alemanes por el cielo, todos sabíamos que cual hordas de Atila los falangistas arrasaban con los pueblos que se encontraban a su paso, saqueaban, violaban y mataban a las mujeres, lo mismo que a los niños, el terror acompañaba siempre a las tropas del general Mola. ¿Por qué realizamos entonces esta misión suicida? Simplemente porque necesitábamos respirar, en la ciudad solo se sentía el dolor, se percibía la muerte por todas partes, yo había venido a estos cerros con anterioridad y sabía bien a bien que la orografía nos protegería. A últimas fechas rezo con constancia.
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